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Huracán

homoigni

De pronto.


Un rayo de sol se filtró por debajo de la cortina.


Abrí un ojo que se cegó con aquél cuyo color conocía pero no podía ver, precisamente por la ceguera.


Cerré el ojo y con ese movimiento se encendió el mundo al ritmo de un cantar de aves.


Cobré conciencia de mi cuerpo presionado entre el resorte del colchón y la atmósfera nitrogenada.


Visiones llovieron, formando ríos de gran caudal.


Pensé, también, en algo que tomó forma al momento en que tiré de un golpe la sábana.


Hoy, esto, aquello, lo otro.


Llené el día de contenido, y el contenido dotó de significado el momento heroico en el que posé los pies sobre la teca fría.


Y el significado hizo manifiesto el valor de aquella nueva configuración de hechos: el hoy empieza ahora.



~



Nada en el mundo hace que me detenga hasta que llega la tormenta. Todos los días son para mí medianamente predecibles. No reparo, por ello, en lo ya vivido, aunque haya sido solo con la mente que se adelanta al suceso. Sólo me detengo en la novedad, la rutinaria novedad, la novedosa rutina.


Soy tan torpe que no me paro a reflexionar hasta que ya es demasiado tarde. Llega la tormenta y ya ha muerto el tiempo. Cuando venía era temprano. La cita aún no habría de concretarse. Ya que llega, se me ha pasado toda oportunidad de previsión y el encuentro es pura violencia.


Voy, como mula de carga, arrastrando sin voltear. No veo lo que me pasa de lado.


Y, de pronto, llega.


Eso que se presenta


No sé prevenir y en esa ignorancia está un continuo recordar: que no he aprendido todavía.



~



Qué difícil me es empatizar. Hoy veo videos e imágenes, leo notas, escucho audios y charlo con mis conocidos. Lo sabemos, es una gran tragedia la que sacudió a un pueblo costero que despertó en un día nublado y no ha podido volver a dormir. Ese pueblo no sueña desde hace días, no hace falta, no puede. He escuchado de personas que volaron por los aires, conozco gente que hoy duerme en el suelo, sé de otros que ya no viven más. Todo abona a una comprensión de los hechos, que la imaginación, con ayuda de los medios, puede proponerme como una posibilidad muy verosímil: “así se vive hoy en Acapulco”. Pero, no es así realmente porque esas cosas no se pueden imaginar y menos aún comprender. He llorado, hecho corajes y me he desanimado porque, primero que todo, a mí me afectó. Sí, respondo desde lo primero que tengo, un instinto egoísta de respuesta defensiva. Y luego, después de un poco de silencio, se me muestran las otras realidades, y me permito un poco de perspectiva. Yo no volé por los aires, yo no duermo en el suelo y yo vivo aún. A mí, en realidad, no me pasó nada: un rasguño emocional que se pasa con el tiempo. En cambio, hay otros a los que el tiempo no los sanará, sino que añadirá más y más tensión. No me lo puedo ni imaginar, pero aún así quiero intentarlo. Creo que todos deberían, no para tener éxito en conseguirlo y mucho menos para padecerlo ellos mismos, sino para poder ser un poquito más humanos. En el intento, no en la vivencia, está la humanidad del que empatiza. No existe si no se intenta, así como no se mira hasta que se mira a los ojos. Esos ojos cotidianos que navegan su propia intermitencia entre tormenta y calma. Mi lado cursi dice, hay que tocar con el corazón. Mi lado pragmático dice, hay que llevar víveres. Y yo, ¿qué digo? Por ahora, digo que no quiero olvidar. El huracán sirve para enseñarnos a caminar, sin parar, hasta que un día ya no podamos más. Es, para algunos, la violencia del destino, y para muchos más, la simpatía anónima que nos recuerda quienes somos y quiénes son aquellos con los que compartimos el aire. El huracán sirve para enseñarnos a mirar, el futuro, a los otros, a nosotros. El huracán somos tu y yo cuando nos tocamos y habitamos ese continuo palpitar en que pulula, sosegada, la verdadera humanidad.



~



En honor a aquellos que dieron su vida en la tormenta.

25-10-23





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